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Este microlibro es un resumen / crítica original basada en el libro:
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ISBN: 9789875805477
Editorial: Ediciones Cátedra
La primera novela del místico autor argentino Roberto Arlt nos lleva a recorrer Buenos Aires de la mano del joven Silvio Astier, quien deberá enfrentarse más de una vez a las trampas de la existencia mientras intenta alcanzar una vida a la medida de sus sueños.
Silvio Astier tenía catorce años cuando se inició en la literatura bandoleresca con unos libros que le prestaba un viejo zapatero andaluz. Allí comenzaron sus sueños de convertirse en un ladrón profesional.
Enrique Irzubeta, a quien llamaban “El falsificador”, fue su primer compañero de aventuras. Su apodo se debía a que, a los catorce años, había logrado engañar al dueño de una fábrica de caramelos falsificando perfectamente la bandera de Nicaragua en una colección de banderas.
Entre ellos, mantenían infinitas charlas acerca de bandidos, de las que surgió una idea para cumplir su objetivo de inmortalizar sus nombres como delincuentes: organizar un club de ladrones.
Iniciaron las actividades del club saqueando casas deshabitadas para luego dar paso a robos de todo tipo. En los comercios, Enrique distraía con engaños a los empleados mientras Silvio abría las vitrinas y metía la mayor cantidad de cosas que podía en su bolsillo.
Un día, decidieron que la idea de su club debía ser llevada a cabo con mayor seriedad. Querían construir una sociedad de chicos con habilidad para el crimen, aunque consideraban que pocos iban a estar a la altura. Algunas semanas después, un muchacho llamado Lucio se unió al club.
Todo club debía tener un nombre y un lugar donde pudieran reunirse. El nombre elegido unánimemente fue “El club de los caballeros de medianoche”, y el fondo de la casa de Enrique sería su lugar de encuentro.
Una noche de lluvia se encontraron los tres en un café para ultimar los detalles del robo a la biblioteca de una escuela que pensaban realizar en las horas siguientes. Lucio aseguró que los porteros no iban a estar ya que se encontraban de vacaciones.
Al ver a sus compañeros un poco inseguros, también reafirmó que conocía el camino desde la reja al segundo piso, donde se encontraba la biblioteca, perfectamente.
Apenas dejó de llover, pusieron en marcha su plan. El primero en trepar la enorme reja fue Silvio y Enrique lo siguió, Lucio se quedó vigilando hasta que ellos subieran. Un policía pasó caminando por la vereda del colegio y Lucio tuvo que fingir que estaba allí esperando el colectivo. Luego, fue al encuentro de sus compañeros para oficiar de guía.
Finalmente llegaron al segundo piso y visualizaron el cartel de chapa que indicaba la entrada a la biblioteca. Decidieron ir directo a la terraza para robar las lámparas eléctricas; lograron hacerse de un buen botín. Luego, fueron por los libros.
Encontraron buenos libros, de fácil venta. Enrique conocía de precios y podía distinguir fácilmente aquellos libros que valían la pena de los que no. También eligieron algunos ejemplares para ellos mismos.
Luego salieron en puntillas de pie. Resolvieron dejar el botín en la casa de Lucio esa noche y al día siguiente hacer desaparecer todo.
Silvio regresó a su casa y, minutos después, escuchó tres golpes fuertes en su puerta. Lo primero que pensó fue que la policía lo había seguido, así que tomó su revólver y se acercó a la puerta. Volvieron a tocar. Abrió la puerta y Enrique entró desesperado diciéndole que cerrase la puerta.
La policía había intentado detener a Enrique y él se dio a la fuga. Lograron esconderse el tiempo suficiente para que los oficiales desaparecieran pero, al día siguiente, el hecho figuraba en algunos diarios. Las noticias decían que la policía estaba buscando a un joven que había escapado luego de haber sido detenido en actitud sospechosa.
Después del incidente de aquella noche, el “Club de los caballeros de medianoche” decidió suspender sus actividades por tiempo indeterminado. Enrique, con un dejo de tristeza, finalizó el encuentro diciendo: “Ustedes desisten, claro, no para todos es la bota de potro, pero yo, aunque me dejen solo, voy a seguir”.
No volvieron a reunirse después de ese día.
Silvio vivía con su madre y su pequeña hermana. Como el dueño de la casa donde vivían decidió aumentar el alquiler, se mudaron a una vivienda en Floresta.
Al cumplir quince años, su madre le dijo que ya no podría mantenerlo y que tendría que trabajar. Silvio renegó del pedido pero, al verla hundida en la desolación y recordar todo lo que ella siempre había hecho por él, aceptó sin reproches.
A la mañana siguiente, se acercó a la librería de usados de Don Gaetano. Este, a pesar de mostrarse desconfiado, decidió contratarlo con un sueldo de un peso y medio, casa y comida.
Pero la alegría de haber conseguido empleo se esfumó rápidamente. El trabajo le resultaba insoportable considerando la cantidad de horas y lo poco que ganaba, además de tener que compartir un sucio cuarto donde apenas tenía una cama sin colchón para dormir con el viejo ayudante de Don Gaetano, a quien llamaba “Dío Fetente”.
Intentó librarse de este empleo consiguiendo otro mejor, y para esto fue a visitar a Vicente Timoteo Souza, un importante señor a quien llegó por recomendación de Ricaldoni, que era un físico conocido suyo. Al principio, todo parecía ir muy bien, dado a que el señor Souza se comprometió a conseguirle un buen empleo si le mandaba una carta con sus mejores cualidades.
Varias semanas después de no recibir respuesta, decidió volver a verlo, para encontrarse con que el señor Souza lo desconociera totalmente y lo echara de su casa.
Después de esta desilusión, no pudo aguantar más en la librería de Don Gaetano. En un descuido de su esposa, lanzó un carbón aún encendido del brasero a una pila de papeles en una de las habitaciones. Ese fue su último día allí.
Al terminarse su trabajo en la librería de Don Gaetano, Silvio volvió a vivir a la casa de su madre.
Un día, recibieron la visita de una amiga de su madre, la señora Rebeca. Su marido la había enviado para avisarles que buscaban aprendices para mecánicos de aviación en la Escuela Militar de Aviación del Palomar de Caseros. Silvio se preparó inmediatamente y se encaminó hacia el lugar del anuncio.
Al llegar al sitio, ya había anochecido. Se encontró a tres oficiales que le dijeron que ya se habían completado las vacantes. Silvio, sin rendirse, comentó que era una lástima dado que él era un inventor y hubiera sido un gran lugar para él. Los oficiales lo invitaron a que les contara un poco más y los terminó convenciendo de darle una oportunidad.
La mala suerte de Silvio parecía no tener fin. Cuatro días después de su ingreso a la Escuela Militar, lo citaron para anunciarle que había sido dado de baja. Debían darle un lugar a un nuevo ingresante y el Capitán Márquez había decidido que esa persona tomase su lugar.
Silvio emprendió su camino a casa por las calles de Buenos Aires pensando: “¿Qué será de mí?”.
Pensó que no podría volver a su casa esa noche después de lo que había sucedido, y pasó la noche en un hotel de mala muerte.
Al día siguiente, pasó por una casa de compra y venta a comprar un revólver, lo cargó con cinco proyectiles y después se dirigió a la zona de los diques. Con la mente en cumplir su sueño de irse a Europa, subió a todas las embarcaciones para pedir trabajo a todos los hombres uniformados con quienes se cruzaba.
Todos los intentos fueron en vano y Silvio no pudo más con su pena. Mientras caminaba, pensó de repente: “Es inútil, tengo que matarme”. El pensamiento se hizo cada vez más fuerte en su mente.
Se acercó a un galpón de zinc y decidió que ese sería el lugar. No iba a hacerlo en la cabeza para no arruinarse el rostro, sería en el corazón. Tocó su pecho para sentir sus latidos y saber dónde disparar. Sentía que se desvanecía mientras presionaba el arma contra su cuerpo. Apretó el gatillo y cayó al suelo.
Despertó en la cama de su habitación. Su madre lloraba mientras gritaba: “¿Por qué hiciste eso, Silvio? Yo no te hubiera dicho nada. Si es el destino, Silvio. ¿Qué sería de mí si el revólver hubiera disparado?”.
Silvio se limitó a apoyar su cabeza en el regazo de su madre mientras intentaba recordar lo que había pasado.
Monti era un simpático y noble dueño de una papelera. Silvio comenzó a trabajar para él como corredor por comisión. Caminaba varias horas al día con un muestrario de papeles, ofreciéndolos a distintos comerciantes de la zona.
Al principio fue muy difícil conseguir clientes, pero con el paso del tiempo, Silvio pudo hacerse de algunas ventas fijas. De todos modos, el negocio no era sencillo y muchas veces los clientes devolvían la mercadería o hacían pedidos que después negaban haber hecho.
Una tarde, mientras caminaba buscando nuevos clientes, sintió que alguien tomaba su brazo de golpe. Al voltearse, descubrió que era su antiguo compañero, Lucio. Para su sorpresa, Lucio vestía de traje y buen calzado.
Fueron a tomar una cerveza para poder charlar. Lucio ahora trabajaba de agente de investigaciones. A Silvio le dio un poco de pena confesar que se dedicaba a vender papel. Lucio se había enterado de que Enrique estaba preso luego de haber cometido un robo.
Después de divagar un rato, Lucio anunció que debía retirarse y se despidió con una frase que quedó resonando en la cabeza de Silvio: “Así es la vida, unos se regeneran y otros, caen”.
La caminata de trabajo de Silvio incluía un circuito por los barrios Caballito, Villa Crespo, Flores y Vélez Sarsfield. A pesar de todas las discusiones y maltratos que enfrentaba diariamente, Silvio disfrutaba caminar por esas calles.
A veces, cuando finalizaba su recorrido y si le quedaba de camino, iba a conversar con el cuidador de carros de la feria de Flores, a quien llamaban “El Rengo”. Cuando iba, éste abandonaba su puesto y le invitaba un cigarrillo para empezar a contarle anécdotas de las más diversas.
Un jueves a la tarde, la hermana de Silvio le avisó que había un hombre en la entrada preguntando por él: era el Rengo. Lo invitó a tomar algo y le propuso que hicieran un robo que les dejaría diez mil pesos de ganancia.
Se trataba del robo a la casa de un ingeniero. El Rengo había realizado una copia de la llave de su caja fuerte gracias a la ayuda de su esposa, quien trabajaba en esa casa. Sabían que el ingeniero salía siempre a un club y esa misma noche decidieron dar el gran golpe.
Una idea empezó a circular por la mente de Silvio: delatar al Rengo. Sabía que si lo hacía estaría traicionando al hombre más noble que había conocido y que sería una carga que llevaría por siempre. A pesar de todo esto, se dirigió a la casa del ingeniero, Arsenio Vitri, y le informó que esa misma noche iban a robar su casa.
Media hora antes del horario planeado para entrar en la casa, la policía llegó al domicilio del Rengo para arrestarlo.
El ingeniero Vitri citó nuevamente a Silvio en su oficina después de que se comprobara el plan de robo. Le preguntó cuánto dinero le debía por sus servicios, pregunta que le resultó ofensiva a Silvio, quien le respondió que se guardara su dinero. Con curiosidad, Vitri le preguntó por qué había traicionado a su compañero, como Judas.
Silvio solo pudo responder que, a pesar de que lo inundaba una tristeza inmensa, creía que a veces era necesario arruinar la vida de un hombre para así poder seguir tranquilo.
Finalizando la charla, le comentó al ingeniero que le gustaría irse al sur del país, ver las montañas. Vitri le dijo que él podía ayudarlo con eso y que le conseguiría un puesto en Comodoro Rivadavia. Se despidieron estrechando sus manos, mientras el ingeniero le decía a Silvio: “No pierda su alegría, su alegría es muy linda”.
Esta es la primera novela de Roberto Arlt y, para muchos, guarda en ella notables marcas autobiográficas que permiten conocer un poco más de fondo al enigmático autor y a la Buenos Aires de aquellos tiempos. Es una historia que vale la pena leer.
En “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, encontrarás otro relato sobre un joven que emprende un viaje buscando su identidad e intentando entender el pasado de su familia.
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